Veo cómo el sol se va poniendo; son cerca de las siete de la tarde. Es la tercera vez que vengo a Marruecos —la segunda, hace menos de un mes. Y hoy, despido el día con Aït Ben Haddou a mis espaldas.

A mi derecha, un grupo de chavales disputan lo que parece un improvisado partido de fútbol. A mi izquierda, voces y risas de niños y niñas jugando. Al fondo, los pájaros cantan. El mismo sonido que ha estado en mi despertar los tres últimos días. También el último sonido que resuena en mi mente cada vez que cierro los ojos, antes de dormirme.

Ahora, todo en su conjunto, compone un coro espontáneo de lo que me suena a felicidad, a tranquilidad, a sentirse en paz.

En esos acordes encuentro lo que es para mí viajar a Marruecos: serenidad, autenticidad. El paisaje sonoro de un país al que creo que nunca me cansaré de volver, con el que siempre parezco tener una cuenta pendiente.

Decir que me siento afortunada es poco; esta suerte de vida que tengo me parece todo un privilegio. Y que un lugar como este exista tan cerca de España, más aún.

Este punto de vista, el que mira de sur a norte, el que ve personas en lugar de pasaportes, me identifica más que el contrario, el que lo hace de norte a sur, con esa superioridad de quien se cree mejor, de quien cree al otro diferente.

Yalla, yalla, gritan los chavales. «Vamos, vamos».

Si alguien quiere rebatirme, le invito a venir aquí, ahora, y a escuchar con cautela. Si hace falta, le presto mis oídos.

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Uarzazat, febrero de 2019.