Estefanía, una chica argentina que conocí en el barco por el Mekong y que viajaba con su novio, Franco, me dijo que los viajes mueven mucho. Y es cierto. Viajar supone un movimiento constante, además de físico, de energía, de emociones, de pensamientos. A veces es tan intenso y voraz que arrasa con todo a su paso. Hasta que encuentras un punto de amarre en el que la energía agitada durante el vaivén toma forma y se concreta en algo tangible. El mío hoy ha sido el tren de Kandy a Nuwara Eliya —en Sri Lanka— donde, durante cuatro horas, he podido tocar tierra.