¿Cuánto dura un suspiro? Si preguntamos a la RAE, nos dirá que un espacio de tiempo brevísimo. Si me preguntas a mí, te diré que puede durar desde un segundo hasta toda una eternidad. Y si hablamos del que me ha traído hasta esta entrada, afirmaré que ese, que ocurrió en Tailandia, según el calendario, duró diez días.

Cogiendo aire, así estaba la noche anterior a volar a Bangkok. Y eso pese a que aunque el primer vuelo lo haría sola, en la primera parte de mi viaje asiático, no lo estaría. JC, mi pareja, sería mi acompañante.

No dejé de contener la respiración cuando llegué al Aeropuerto de Barajas a las 6 de la mañana del 13 de septiembre, ni cuando me monté en el avión, ni en la escala de tres horas en Oslo, ni al subirme al siguiente avión, ni 12 horas después, cuando aterricé en el Aeropuerto Internacional de Bangkok. Ni dejé de hacerlo hasta diez días después, tras una sucesión de momentos que a mí me pareció que se fueron en un suspiro.

Durante ese suspiro estuvimos tres noches, con sus respectivos días, en Bangkok, recorriendo en tuk-tuk, Uber y autobús local una ciudad que, a mí, me dijo más bien poco —solo me hizo sentir algo especial viendo atardecer desde la planta 87 de su Baiyoke Sky Tower y comiendo, llevados por un local, en el barrio de Chinatown—; nos derretimos, encima de una bicicleta, por las calles de la antigua capital del Reino de Siam, Ayutthaya; volamos al sur de Tailandia; nos movimos, hasta la extenuación, por algunas de sus islas; nos quedamos atrapados, dos veces, en la alternativa playa de Tonsai y descubrimos que hay que contar con la marea porque cuando esta sube, no hay quien le lleve la contraria.

Fue un suspiro en el que JC quedó prendado de las cristalinas aguas de la playa de Railay, en Krabi —unos minutos le bastaron para saber que no había visto otra igual— y yo de la preciosa sonrisa de un joven tailandés que se cruzó en nuestro camino —y que me vi obligada a inmortalizar con mi cámara—; recorrimos Koh Yao Noi en una moto rosa, bailando al ritmo de sus surtidores de gasolina; disfrutamos, por una noche, de la vida de mochileros con comodidades, en una parte remota de esta isla; y disfrutamos de nuestro primer masaje tailandés en Phuket.

Pero también fue un suspiro en el que me agobié por lo lejano que me parecía todo y sufrí una presión inesperada por el cambio constante y el presupuesto que se iba a toda prisa; en el que no fuimos capaces de entender las reglas no escritas al cruzar en Bangkok; en el que nos aburrimos del pad thai al segundo día que lo comimos y odiamos la lluvia que nos acechaba en cada parada —y a nosotros mismos por no ser previsores y empezar por el norte del país—; en el que la capital tailandesa nos pareció impracticable y contaminada, a partes iguales, y dimos por creíble que, con alrededor de 9 millones de habitantes, sea la ciudad más poblada de Tailandia.

Y una vez que me quedé sola en el T.T. Guesthouse de Bangkok y espiré ese aire contenido que sale durante un suspiro, me di cuenta de que esa etapa se había cerrado y empezaba una nueva: la del viaje en solitario. La de volver a hacer la mochila, una y otra vez, sin poder repartir algo de peso, cuando sintiese que el mío se excedía del límite que podía soportar. La de tener que lidiar con los contratiempos solo a dos manos. En definitiva, la que tendría que ser capaz de afrontar sin esa persona que había hecho que el suspiro que podría haberme parecido una eternidad, me pareciese solo un segundo.