Madrid, un miércoles cualquiera, a mediodía, en el metro. Como muchos otros días de mis últimos dos meses, cojo la línea 1, en dirección a Valdecarros. El tren echa el freno en Puente de Vallecas y sube una mujer, diría que de unos treinta y pocos años, con un par de paquetes de pañuelos en la mano.

La mujer, con marcado acento extranjero, cuenta que lo está pasando mal, que necesita ayuda, que necesita dinero. Apela a la sensibilidad, a la solidaridad, a la humanidad de los pocos que ocupamos, de forma aleatoria, el vagón. También por esto, tristemente, podríamos decir que es un miércoles —o un lunes, martes, viernes…— cualquiera en el metro de Madrid.

Tras ver que su petición —¿o debería llamarlo «súplica»?— no recibe respuesta alguna, se posiciona de frente a la puerta de salida más próxima, sin inmutarse. Y ni ella ni nadie lo hace hasta que el niño que tengo sentado justo enfrente, de unos 8 años —podrían ser más o menos porque soy malísima para las edades— le pregunta a  su padre, justo a su lado: «Papá, ¿qué quiere esa chica?». Primero, silencio. Y, de nuevo, la pregunta: «Papá, ¿qué quiere esa chica?». Pero esta vez, su padre, con claro gesto avergonzado, le pide que se calle. Obviamente, es un niño, rebosa curiosidad, está descubriendo el mundo. Está aprendiendo cómo funciona el mundo. Su padre sigue avergonzado y, de nuevo, le susurra que se calle.

Desde mi posición, observo cómo la mujer sigue allí, de pie, impasible, pendiente de la respuesta que le pueda dar ese padre a su hijo sobre ella. Sobre alguien que está en el metro pidiendo ayuda, intentando que alguien se compadezca de su situación. Y deja que pase la estación de Nueva Numancia, allí, de pie, tratando de mantener la compostura o la poca dignidad que muchos/as pensarán que le ha quitado el verse obligada a pedir. En paralelo, el niño sigue repitiendo la misma pregunta a la que, finalmente, su padre le susurra algo que no ayuda a que el pequeño cese en su labor de reconocimiento de la mujer, mirándola de arriba a abajo. Ni tampoco a que esta deje de observarlos por el rabillo del ojo.

El tren llega a Portazgo y la mujer se baja. Las puertas empiezan a cerrarse, cuando el niño le dice, en voz alta, a su padre: «Por fin se ha ido esa chica». Lo escuché yo, lo escuchó todo el vagón; seguro que lo escuchó ella también. Se cierran las puertas y empieza un nuevo tema, al pequeño le surge una nueva curiosidad: «¿cómo funciona el metro?». Para esto su padre sí que tiene respuestas, y muchas. Le da conversación sobre el tema hasta la que es su parada, Congosto. Justo antes de bajarse, oigo cómo le dice: «Papá, ¿a que me he portado bien?».

Desde mi posición de observadora, no puedo más que lamentar la situación. No solo la de alguien teniendo que pedir en el metro por falta de recursos —o por las circunstancias que sean y que no vienen al caso—. No, la situación que lamento es la que me parece mucho más grave: la de un padre no sabiendo responder a una pregunta que moldeará una parte de la forma de ser de su hijo, en el futuro, y que no se aprende en los mejores colegios, ni en las mejores universidades: su humanidad.

Leave your love message ❤️

Una publicación compartida de Miriam Gómez Blanes (@overthewhitemoon) el

El niño decía haberse portado bien. Bueno, eso es subjetivo. Aunque, ciertamente, yo diría que el que peor se portó fue su padre. Porque en él vi, una vez más, un problema que se repite, de forma continuada, en nuestra sociedad: se nos llena la boca usando la palabra «educación» por tener varias carreras, varios idiomas… cuando la educación realmente importante, la que atañe a los valores, está fallando.

No soy madre, ni aspiro a ocupar ese rol por ahora, pero, una vez más, desde mi punto de vista de observadora, creo que muchos problemas se acabarían, si fuésemos capaces de dar respuestas humanas a preguntas que también lo son. La verdad, preferiría que esa fuese la tónica de un día cualquiera en el metro de Madrid. Y en cualquier parte del mundo.

Imagen de portada: Free-Photos.