Era un domingo cualquiera en Bulgaria. Pero no un domingo de los de dormir hasta las tantas, sino de los levantarse sabiendo que algo nuevo aparecía en el horizonte. Y ese algo nuevo no era otra cosa que irme una semana a Tirana (Albania) a un curso para conocer más sobre el No Hate Speech Movement y todos sus actores.

La mochila hasta los topes y las mariposas en el estómago harían el resto: llevarme hasta la estación de Sofía, donde me esperaría mi autobús con sus ganas de traquetear por las más antiguas carreteras de los Balcanes. La mayor sorpresa, descubrir que mi autobús no era tal, sino más bien un monovolumen que hacía las veces de minibús. Y en su puerta, como si me hubiese estado esperando durante mucho tiempo, un chico albano de sonrisa amigable y con una primera pregunta como carta de presentación: ¿de dónde eres? (Mis rasgos me delatan como extranjera. O tal vez fuese la mochila gigante…). Y esa sería solo una de las muchas conversaciones con él y sus amigos, que me harían el viaje más liviano. Justo en un asiento en diagonal, un colega de profesión. Un periodista albano con bastantes más años de experiencia a sus espaldas que yo, reflejados en sus expresiones al hablar del oficio. Y en la primera fila, una joven de tez morena en la que nadie reparó.

Nadie reparó en ella hasta que paramos en la frontera entre Bulgaria y Macedonia. Allítras pedirle el pasaporte, la inflaron a preguntas en un tono más que amenazador: ¿de dónde eres?, ¿por qué estás aquí?, ¿dónde naciste? De Bulgaria, dijo ella, e iba a trabajar. Su piel, claramente, delataba que pertenecía a la comunidad romaní. Y lo mismo una vez en la frontera de Macedonia con Albania. Mismas preguntas, misma obligación de bajar del minibús. Curioso que nadie más tuviese que hacerlo. Curioso también que cuando registraron los equipajes el mío lo pasasen, prácticamente, por alto, al ver mi pasaporte español. Y más curioso aún que una vez pasado el control policial, y ya en la más oscura penumbra, la chica de tez morena se bajase del minibús, solo con su bolsa de tela de cuadros, y se perdiera en la negrura, en la que no se apreciaba ni un atisbo de luz.

Era un domingo cualquiera en Bulgaria para mí. Puede que fuese  el primer domingo de una nueva vida para alguien.