Qué bonito, Marruecos, verte siempre de mil colores, sentirte de tantas formas, experimentar cada llegada como si fuese la primera, quedarme en cada viaje con ganas de más.

Tres veces he tenido la fortuna, hasta el momento, de pisar lo que delimitan tus fronteras, de recorrer tus espacios, de perderme por tus rincones.

La primera, hace más de cuatro años, cuando ese «camino al sur» me descubrió una parte de mí que parecía estar aletargada.

La segunda, hace menos de un mes, cuando viví tu cara más ruidosa, más caótica, más turística, en esas ciudades tuyas que son Fez y Mequinez.

La tercera, de la que volví hace solo veinticuatro horas, en la que pude pararme a respirar tu autenticidad, tus escenarios más espectaculares —los de Uarzazat y sus alrededores, dignos como son de una buena película de Hollywood—, tus lugares más tranquilos, una luna llena como no he visto otra. La oportunidad que me llevó a querer seguir conociéndote, a saber que no será la última, a observar con ojos de deseo el relieve de tu Atlas, desde la ventanilla del avión.

Qué bonito, Marruecos, poder mirarte con serenidad, cercanía, hospitalidad, las que me transmiten tus amaneceres, tus atardeceres, tus sonidos, tus gentes. Esos mismos que también conocí hace cuatro años y que aún hoy me siguen maravillando.

Qué bonito, Marruecos, tenerte tan cerquita, que seamos vecinos.

Pero, ¿sabes lo que sería aún más bonito? Que todos pudiesen ver lo que hay en ti con los mismos ojos con los que lo hago yo, dejando a un lado los prejuicios, las falsas creencias o los malos pensamientos. Ay, amigo mío, eso sí que sería bonito.