Recuerdo el comienzo de un programa de «Salvados» en el que aparecía un puente bajo el que muchas personas migrantes —familias enteras— (mal)vivían y cómo la policía llegaba hasta allí para echarlas, arrastrando con excavadoras todas sus pertenencias y precintando la zona para evitar que siguiesen estando allí.

Esa imagen se quedó grabada en mi retina, como también lo hizo la de las caras de las personas que habían encontrado en ese lugar un pequeño hogar y que ahora veían cómo este, una vez más, se veía forzado a desvanecerse.

El puente que creo que nunca olvidaré está en Ventimiglia, una localidad de unos 23 000 habitantes, en la frontera de Francia con Italia. Dos meses después de que se emitiese ese programa, el 14 de julio para ser más exactos, pude ver ese lugar con mis propios ojos, de la mano de la Caravana Abriendo Fronteras. Y también pude comprobar que no es tan fácil derribar los sueños y esperanzas de las personas, sobre todo cuando en ello les va la vida. También dos meses después, los colchones han vuelto bajo el puente y con ellos quienes duermen allí.

Entre julio de 2017 y abril de 2018 (sin contar con el mes de diciembre), se calcula que unas 16 475 personas migrantes cruzaron la frontera o intentaron hacerlo por Ventimiglia, según datos de Cáritas. Para muchos vecinos de esta localidad la situación es preocupante y estas opiniones no hacen más que verse reforzadas por las políticas y medidas que se van aplicando, tanto del lado francés como del italiano.

Basta fijarse en la nueva ordenanza municipal aprobada el pasado mes de marzo por el ayuntamiento de Ventimiglia que prohibe, con multas que oscilan entre los 300 y los 3000 euros, el reparto de comida en la vía pública a personas refugiadas. La justificación que se da es que, por un lado, se quieren evitar el caos y la suciedad y, por otro, hacer frente al «efecto llamada».

¿Qué opciones tienen estas personas, si no quieren seguir (sobre)viviendo de esta forma? La respuesta es clara: pocas.

En junio de 2015, el gobierno de Francia cerró el paso fronterizo por carretera en Ventimiglia y empezó a hacer controles en la estación de tren. Como consecuencia, ahora, quienes llegan hasta aquí cuentan con tres posibilidades para seguir su camino hacia el norte de Europa:

    1. Esconderse en el tren que cruza de Italia a Francia.
    2. Atravesar andando las montañas que marcan la frontera por el llamado «paso de la muerte», entre Bardonecchia y Briançon —pasos de Montgenevre y de l’Echell—.
    3. Pagar los 250 euros que cobran las mafias.

Aun así, son pocos los que consiguen traspasar la frontera y la mayoría son detenidos e inmediatamente devueltos a Italia, que los traslada al sur, a Taranto, para ser expulsados.

Cabe recordar que, como señala un informe reciente de Oxfam Intermón, estas personas huyen de la persecución y la guerra en países como Sudán, Eritrea, Siria o Afganistán e intentan llegar a otros como Francia, Reino Unido, Suecia o Alemania porque allí esperan reunirse con familiares y/o amigos.

Las calles de Ventimiglia, escenario de protesta

Con estas y muchas otras injusticias y vulneraciones de derechos humanos sobre la mesa, más de 4000 personas de 200 organizaciones de Francia, Italia y de la Caravana Abriendo Fronteras recorrieron, ese 14 de julio, ocho kilómetros de las calles de Ventimiglia —con el puente del que he hablado al comienzo como punto de partida— manifestando a cada paso su descontento y rechazo hacia todas ellas.

«Si el Mar Mediterráneo es una fosa mortal, Ventimiglia es el símbolo del fracaso de la Europa abierta en su interior, una frontera Schengen de aquellas que ya no deberían existir para las personas, pero que, al contrario, se están multiplicando y militarizando en forma de nuevos muros donde las mercancías pueden pasar, pero se cercenan la vida y los proyectos de las personas», señaló Proggeto20K, la red italiana convocante de la marcha, en el manifiesto leído al final de la misma.

Lo cierto es que la imagen de ese puente que se me quedó grabada después del televisivo Salvados seguirá estando ahí, pero desde el 14 de julio, esta irá acompañada por la de esas más de 4000 personas que un caluroso día de verano en Ventimiglia decidieron ir hasta él, pese a las elevadas temperaturas, e invertir su tiempo y energía en recorrer ocho kilómetros para luchar por los derechos de otros y reclamar, a una única voz, una Europa más humana.