La imagen que yo me había hecho de Tailandia resultó ser una utopía. O tal vez alguien dirá que tenía las expectativas muy altas. Pero todo cambió cuando pisé Laos porque esa utopía dejó de ser tal para pasar a ser un lugar real. 

Me fui de Tailandia con un sabor agridulce. Por una parte, había sido el primer país de mi viaje asiático y en el que descubrí que viajar deprisa, cuando tengo dos meses por delante, no es para mí pero, por otra, me había dejado la sensación de que el turismo ha acabado con la esencia del mismo. Tal vez sea verdad que la mayoría de referentes que tenía de este lugar aludían a playas paradisiacas en las que perderse sin reloj y rincones recónditos que no podía imaginar ni en mis sueños. Contra todo pronóstico, esa no fue la percepción que me llevé.

No sé qué andaba buscando, pero no era lo que encontré en Tailandia. Sí que encontré, sin embargo, el tótem de mi viaje (puedes leer su historia en otra entrada), me quedé con ganas de pasar más tiempo en Chiang Mai —el norte del país me dejó una espinita clavada que espero poder sacarme pronto— y logré sorprenderme con el Templo Blanco (White Temple, en inglés), con la vista que el alojamiento de Chiang Kong en el que pasé una noche ofrecía del Triángulo de Oro o con el viaje en el barco lento por el Mekong.

Fue precisamente en ese último barco donde lo que hasta entonces podía parecerme una utopía, empezó a tornarse en una realidad. Dos días, casi enteros, surcando las aguas de un Mekong que se mostraba complaciente y bello con el sol resplandeciendo en él, en los que tuve tiempo para ordenar pensamientos, escribir, pintar, mirar al infinito… ¡y hasta descubrir cómo se baila cuarteto, guiada por unos argentinos encantadores!

También en esos dos días, y una vez más, la dura realidad me abofeteó al parar en el minúsculo pueblecito de Pak Beng, donde haría noche, al verme asaltada al bajar del barco por varios niños —ninguno de los cuales, diría, pasaba de los 12 años—, que me quitaron de las manos una bolsa en la que solo tenía restos de la comida que nos habían dado en el barco, pensando que contenía algo que podrían llevarse a la boca ese día.

Realidades aparte, lo cierto es que el cambio de chip definitivo llegó en Luang Prabang, una ciudad laosiana salpicada de casas coloniales de vivos colores y teñida por el naranja de los niños budistas que se pasean —y viven— por ella. Allí —en el Tony Central Hostel— pasé tres días que me supieron a horas y en los que no me cansé de andar por sus bonitas calles, por su mercado diurno y también por el nocturno, ni de escuchar el francés, aún en boca de muchos de sus habitantes y prueba fehaciente de la huella dejada por sus colonos.

Finalmente, ese lugar que me parecía tan utópico se presentó ante mis ojos en Luang Prabang. Y lo supe cuando vi atardecer tumbada a orillas del Mekong, desde un sitio que alguien me recomendó. Desde ESE SITIO: Utopía. A partir de ese momento, todo tomaría un cariz distinto. O tal vez fui yo la que lo hizo.

Lo cierto es que siempre, cuando alguien me pregunta por un lugar en el que he estado, termino de dar mi opinión con un: «pero es muy subjetivo». Porque como fui comprobando a lo largo de todo ese enriquecedor viaje, los lugares dependen de momentos y también de personas. Son estos los que marcan la percepción que nos queda y la que contaremos cuando alguien quiera saber sobre ella. Todo lo demás, es una utopía.