Hay viajes de los que vuelves con la sensación de llevar la maleta más llena que cuando los emprendiste. Esa, en sentido metafórico, fue la sensación que me traje de mi primer viaje a Marruecos (en diciembre de 2014), uno de esos que sabes que no vas a olvidar en la vida: el camino al sur.
Ahora mismo os preguntaréis qué es el camino al sur y dónde lleva el mismo. El camino al sur es un viaje que organiza varias veces al año la Asociación Camino al Sur, creada por Lorena y Mustafá, y cuyo objetivo es cooperar en el desarrollo de la región de Errachidía, situada al sur de Marruecos y a las puertas del desierto del Sáhara.
Sinceramente, me embarqué en esta aventura porque necesitaba salir de la rutina y ver que hay vida más allá de lo que creemos que es la realidad. Una realidad que, muchas veces, nos hace cegarnos y obstaculiza nuestro propio desarrollo personal. Y, ¿por qué me entró por los ojos? Porque la propuesta de Camino al Sur era un viaje solidario en el que, además de conocer esa zona de Marruecos, podríamos ayudar en una de las regiones menos privilegiadas del país. ¿Cómo? De la forma más artística que se me podía ocurrir: pintando una escuela.
Mi escapada de la rutina empezó en Rabat, después de hora y media de viaje desde Madrid. No la de todos los participantes del viaje ya que algunos volaron a Casablanca y otros a Fez. ¿El punto de reunión? Midelt, donde tras muchos kilómetros en la furgoneta de Ibrahim, nuestro incombustible y despreocupado conductor, pasamos la primera noche los 14 que formábamos el grupo. El lugar al que nos llevaron fue el Hotel Taddart.
El segundo día, y ya con más fuerzas, emprendimos la ruta hacia los que iban a ser los días con más emociones del viaje: los que pasaríamos durmiendo bajo un manto de estrellas y pintando un colegio.
Después de unas cuantas horas de viaje, llegamos a nuestro destino, un hotel que podría haber sido parte, perfectamente, de la escenografía de alguna película de Lawrence de Arabia: el Cafe Tissardmine, regentado por una australiana con ganas de ver (y crear) mundo. Y con él llegaba nuestra primera noche nómada y la ocasión de dormir en jaimas.
Así pintaba, así, así…
Los tres días siguientes nos centramos (y disfrutamos) en la labor para que la habíamos recorrido todos esos kilómetros desde España: empezaba el pintado de la escuela, bajo la batuta de Lorena y Mustafá. Estas tres jornadas podría resumirlas en: noches junto a una hoguera intentando cazar estrellas fugaces que se escapaban de nuestras vistas (mientras todos deseábamos que ese viaje no acabase nunca) y días viendo sonrisas llenas de ilusión por vivir el día a día. Su día a día.
El quinto día nuestro camino nos llevó de vuelta a la sociedad (¿la prueba más fehaciente? Todos recuperamos el wifi y nos entró la «locura social») con la llegada al Hotel Kasbah Le Touareg, en el desierto de Merzouga, donde pasamos la Nochevieja entre bailes y cantes bereberes. ¿La verdad? Creo que fue una de los mejores comienzos de año de mi vida. Sobre todo, me hizo ver que hay vida más allá del cotillón y las entradas de 60 euros a una discoteca entre tacones y trajes largos.
Año nuevo, desierto nuevo
Y qué mejor forma de empezar el Año Nuevo que madrugando para subir la Gran Duna (la más grande de Marruecos), entre sudores y miedos a resbalar (aunque sea arena, el vértigo no te lo quita nadie) y con gente con la que sabes que, pese a conocerla desde hace apenas unas horas, has compartido un largo camino que te ha llevado hasta allí.
Tras esto, comimos en Khamlia, un pueblo de antiguos esclavos situado a la sombra de las dunas de Erg Chebbi y que durante más de cien años ha estado habitado por una mezcla de bereberes, árabes y diferentes tribus de origen subsahariano.
El broche de oro del día lo puso el atravesar el desierto (junto a la puesta de sol) en dromedarios para llegar hasta nuestro siguiente alojamiento, las jaimas en el desierto de Merzouga, en las que cualquier prenda de abrigo se convierte en insuficiente. ¿La recompensa al frío nocturno? Sensaciones que sabes que no volverás a tener en la vida y un amanecer para el que repetirías el mismo día eternamente.
El día previo a coger el avión (654 km en furgoneta recorrimos el sábado hasta llegar a él) que nos llevaría de vuelta a la rutina (a la que excusábamos con un constante «No te preocupes») lo pasamos entre las gargantas del Todra (especialmente recomendables para los aficionados a la escalada) y las del Dadès. De estas últimas, tuvimos que conformarnos con ver su entrada porque se nos hizo de noche. La última parada nocturna (y en la que todos fuimos conscientes del «Esto es todo, amigos») fue en el Hotel Tifawen.
Si tengo que quedarme con algo de todo el viaje, además de la gente increíble que he podido conocer y la eterna sonrisa que tienen los niños, es con la sensación de que algo ha cambiado. Porque como no paramos de repetir en todo el viaje, «el cambio es lo único constante». Y ese cambio, la mayoría de las veces, sale de uno mismo.
Artículo publicado originalmente en febrero de 2015, en el blog de Global Exchange.
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