No he encontrado un término que describa mejor lo que sentí por Langkawi, mi primera parada en Malasia y también el primer lugar de mi periplo asiático en el que fui capaz de quedarme hasta que sentí que debía irme: amor. O como se diría en el idioma que estoy utilizando todo el tiempo para comunicarme a lo largo de este viaje, el inglés: «love».

Dicen que es difícil poner nombre a los sentimientos. En mi caso, por lo que se refiere a Langkawi, un archipiélago de 99 islas situado en el mar de Andamán, no ha sido para nada así. Tengo claro, clarísimo, que el sentimiento que me despertó fue 100% amor. Amor a primera vista, cuando aterricé en su pequeño aeropuerto internacional; amor tras recorrer su isla principal (como paquete) en moto; amor por el lugar en el que me hospedé, Gecko Guesthouse; incluso amor hacia la lluvia que no me dio tregua durante algunos días. Y ese mismo amor me ha llevado a saltarme en mi relato una parte anterior del viaje, en la que fui de Tailandia a Laos. Eso, y que aún no he sido capaz de encontrar las palabras para ella.

Lo que me llevó hasta Langkawi fue, por un lado, que sentía la necesidad de quedarme quietecita unos días en algún lugar de Malasia, país para el que había comprado un vuelo desde Luang Prabang (Laos), para el 1 de octubre, con antelación. Por otro lado, aunque mi avión volaba a Kuala Lumpur, esta gran ciudad no se me antojaba como una opción que realmente fuese lo que necesitaba en ese momento, después de todo el ajetreo anterior. Además, un tiempo atrás, había leído una maravillosa recomendación de este lugar escrita por David Escribano, de Viajablog, y también Julia, una chica alemana que conocí en el hostal de Luang Prabang, me insistió en que no podía dejar de ir. Demasiadas señales. Así que en cuanto encontré un vuelo por 20 euros, que encima encajaba con mi tardía hora de llegada a la capital malaya y que solo me supondría una hora de viaje, ¡¡no me lo pensé dos veces!!

Conseguí encontrar el confort que había empezado a echar en falta.

Por supuesto, para no cambiar la tónica de una parte importante del viaje hasta ese momento, cuando llegué a Kuala Lumpur,  bien entrada la noche, ¡estaba diluviando! Imagino que por eso el vuelo salió con una hora de retraso, lo que suponía llegar a medianoche a Langkawi. Pero no me importó porque viajaba con un sentimiento tan positivo hacia el lugar al que me dirigía, que presentía que todo saldría bien. Y así siguió siendo cuando un ingeniero malayo encantador entabló conversación conmigo en el avión, haciéndome el trayecto más ameno; también cuando llegué, pedí un coche por Grab y el jovencísimo conductor me contó su vida, con la despreocupación que se siente al tratar confidencias con un amigo; y siguió siendo así cuando, por fin, aparecí en mi alojamiento. Allí me esperaba un somnoliento Ray con ganas de cerrar el chiringuito que, pese a que yo fuese la última huésped pesada en llegar, lo primero que me dijo fue: Reeelaaax, seguido por un beso de lo más tierno en la mejilla. Sí, había llegado al lugar adecuado.

Será por eso que lo que iban a ser dos noches en este idílico lugar, a tres horas en barco de Penang, acabaron siendo cinco. Durante ese tiempo, encontré mi sitio en el que desayunar todos los días y me volví adicta a la mermelada de coco; conocí al que sería mi Cicerone por la isla desde el primero y hasta el último día, Lan —a quien puedes ver en la foto—, y disfruté de la compañía de muchos otros locales; me deleité con la tranquilidad de no volver a hacer la mochila de forma apresurada y, sobre todo, conseguí encontrar el confort que había empezado a echar en falta.

Porque cada día podía saludar a las mismas personas, que ya me iban conociendo y si no lo hacían, igualmente, me mandaban una sonrisa de vuelta; descubría sitios nuevos que siempre me sorprendían, como la librería de segunda mano Your language books corner, regentada por un matrimonio encantador, compuesto por Mashhor y Mislia, o un centro de yoga con un emplazamiento único, en la montaña, con vistas al mar. Porque pude perseguir amaneceres y atardeceres, en la playa de Pantai Cenang; aprender que existe un lugar en el que, cuenta la leyenda, te puedes embarazar con solo bañarte en las aguas de su lago —y en el que, por las dudas, no me bañé—; aprender que cincuenta metros pueden marcar la diferencia entre un sol radiante y una lluvia inmisericorde; conseguir, finalmente, comprar incienso; meditar, sin prisa ni reloj y abusar del pescado seco que vendían en el mercado nocturno, al mismo tiempo que lo hacía de los granizados y batidos de frutas y verduras.

Y al final, llegó el día en que no quise que esas cinco noches se convirtiesen en seis; el día en el que supe que aunque me hubiese enamorado de ese lugar, tenía que seguir avanzando. Llegó el día en el que comprendí que si de verdad había sido amor, esos pasos hacia delante, algún día, me llevarían de vuelta a lo que había dejado atrás.