«India, la amas o la odias». Esta es la frase que más había leído y oído sobre este gran país del sur de Asia, antes de viajar hasta allí. Será por eso que me despertaba curiosidad y desconfianza, a partes iguales, y será también por eso que antes de poner un pie en el aeropuerto de Bangalore, no sabía muy bien qué esperar de ella. Ahora que puedo echar la vista atrás y después de una primera, y corta, impresión, tengo que decir que no la puedo odiar, sobre todo tras conocer su emblemático Taj Mahal. 

Mumtaz Mahal, «la elegida de palacio», así es como se conocía a la que dicen fue la destinataria de la maravillosa obra arquitectónica que más me deslumbró entre todas las que pude ver en la escasa semana que pasé en India y que, sin duda, merece el título de «símbolo mundial del amor», aunque solo sea por la belleza que desprende.

En el caso de este monumento, como en el de Sri Lanka, mis expectativas eran altas (o diría que muy altas) pero, a diferencia de lo que me ocurrió con la antigua Ceilán, este sí que las cumplió, con creces. Y no solo lo hizo por ser una oda al amor (a mí estas historias siempre me enternecen), sino por la espectacularidad que este rincón de Agra tiene desde que pisas la entrada hasta que abandonas el último de sus edificios.

Existen diferentes versiones del relato que da vida al Taj Mahal, pero la más extendida cuenta que el emperador mogol Shah Jahan conoció a Arjumand Banu Begum (más tarde llamada Mumtaz Mahal), allá por el 1607, en el bazar de palacio, donde esta estaba detrás de su puesto, y quedó prendado por ella al instante. Puede que el hecho de que la joven lo desafiase, al decirle que no podría pagar un diamante por el que el emperador había preguntado, hiciese que convirtiese la simpleza en reto, conquistando así su corazoncito.

Tras el cortejo, parece el emperador se ganó el amor de la joven Arjumand, que acabaría convirtiéndose en su mujer y, por tanto, en otra más en su harén. Aunque parece que no era una más para el emperador, ni para los que estaban a su alrededor. «Se ganó el corazón del pueblo porque siempre intercedía por los más pobres. Los poetas decían que la luna se escondía de vergüenza ante la presencia de la emperatriz», cuenta Javier Moro en su libro Pasión india.

Tanto fue así que cuando esta murió al dar a luz a su decimocuarto hijo, el emperador decidió entregarse a construir el que sería el mayor emblema de India en la historia: el Taj Mahal (posible abreviatura de Mumtaz Mahal), un monumento «a la felicidad compartida», como Javier Moro también señala en su obra, que la emperatriz podría haberle sugerido construir a su marido, antes de morir.

Sea verdad todo el relato o no, lo cierto es que el Taj Mahal destila solemnidad por los cuatro costados. Y enamora, por supuesto que enamora, e impacta, cuando lo ves en persona. Aunque cierto es que me habría impactado mucho más, si hubiese tenido la posibilidad de verlo sin la capa de contaminación que lo cubría el día que lo estuve visitando. Fue uno de los días de una semana en la que la polución, especialmente en Delhi y alrededores, superó los límites de forma desproporcionada, lo que hacía imposible admirar su belleza en todo su esplendor.

Si tú también decides visitarlo (la entrada vale 1000 rupias, unos 13 euros), asegúrate de tres cosas:

    1. Mira cómo están los niveles de contaminación y trata de evitar la primera hora de la mañana, que es cuando más baja está la capa de polución.
    2. Deja cualquier objeto en papel o dispositivo electrónico en el hostal u hotel porque de lo contrario, vas a tener que recurrir a las taquillas que allí ponen a tu disposición, ¡o no podrás pasar! A mi amiga Irene, con la que estuve viajando por India, no la dejaron entrar con unas libretas que llevaba en la mochila… (Seguimos preguntándonos qué tiene el papel de peligroso).
    3. ¡Ve sin prisa! Este edificio merece que le dediques todo el tiempo del mundo.

Si no has visitado la India y su increíble Taj Mahal, espero que con esta entrada te den ganas de hacerlo. Y si ya has estado, ¿con qué rincón de este país te quedas?