Separo las cuentas de mi pulsera, una a una, al mismo ritmo que la barcaza se va meciendo por las aguas del Mekong. Y mientras lo hago, absorta en mis pensamientos, rememoro el momento vivido al recibir esa pulsera como regalo, en mitad de las montañas de Chiang Mai (Tailandia). La alegría que sentí, la sonrisa que brotó de mis labios, y también de mis ojos, su expresión al dármela.

Lo escribí en la entrada anterior: mis diez primeros días en Tailandia pasaron en un suspiro, con lo esperado y lo inesperado del mismo. Entre lo inesperado, el agobio constante que sentí.

Me agobiaba cada vez que teníamos que cambiar de sitio (después de las tres primeras noches, cada día); me agobiaba, y mucho, no cumplir con el presupuesto que me había marcado, antes de salir de España; me agobiaba hacer y deshacer la mochila constantemente. También lo hacía no tener ropa limpia por llevar solo diez kilos en la mochila, que me devolviesen las zapatillas, después de lavadas, mojadas, la posibilidad de dejarme algo por el camino… Y aunque también estaba disfrutando, me agobiaba, prácticamente, TODO. Y eso a pesar de que un mantra que me había autoimpuesto para este viaje era no pensar demasiado y dejarme llevar. ¡Pero no lo estaba consiguiendo!

Empecé a relajarme un poco cuando me quedé sola y fui consciente de que el ritmo frenético al viajar, no es para mí. Al menos, no ahora. Necesito tiempo para estar sola, leer, escribir, pensar, meditar, desaparecer del mundo real y meterme en el mío propio.

Por eso, cuando en Bangkok se presentó ante mí la posibilidad de llevar planificada la primera parte de mi viaje en solitario por el norte de Tailandia, y aunque en principio opuse resistencia, acabé aceptando y lo contraté todo: el tren nocturno que en doce horas me llevaría de la capital tailandesa a Chiang Mai, el traslado de la estación de tren a mi hostal, ¡el hostal!, el trekking de dos días por las montañas… Y acepté porque estaba exhausta.

El punto de inflexión lo marcaría el trekking al que me llevaron nada más llegar a Chiang Mai. Fueron dos días andando por sus montañas, bañándome en sus cascadas y descendiendo por sus aguas en una barca de bambú, meditando en sus rocas, sudando a borbotones, calculando las pisadas a cada paso resbaladizo… En resumen, descubriendo todo sin presión.

Y también sin esa presión descubriría que, si me lo propongo, puedo contar en tailandés. Porque al caer la noche, algo apartada del grupo y hablando con los dos guías que nos habían llevado hasta allí, empezaron a enseñarme los números en su idioma, mientras yo hacía lo propio con los de español. Al intentar escribir el sonido de esos números en la misma libreta en la que recogí este texto, se me cayó uno de los rotuladores que había llevado para pintar mandalas (esos que aún no he sido capaz de encontrar en Asia) por uno de los agujeros del suelo de la cabaña de madera en la que íbamos a dormir . ¡Y era mi color favorito!

Imposible encontrarlo; todo oscuro, una montaña escarpada plagada de arbustos. Nunca aparecería. Sukla, uno de los guías, lo intentó con una linterna, pero ni rastro. «No pasa nada», pensé, es solo un rotulador. Tenía mucho más valor para mí el momento que estaba compartiendo con esos dos guías.

Cuál sería mi sorpresa a la mañana siguiente, cuando Sukla apareció con mi rotulador en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. ¡Lo había encontrado! Me puse taaan contenta… Y no era por tener, de nuevo, el rotulador. ¡Se había acordado al levantarse y había ido a buscármelo! Fue tan sincera la sonrisa que intercambiamos que no importó que los idiomas que hablábamos fuesen distintos.

Creo que la situación fue gratificante para los dos. Tanto, que cinco minutos después Sukla apareció con la pulsera cuyas cuentas ahora están entre mis dedos. Una pulsera que se ha convertido en mi tótem de este viaje para recordar lo maravilloso que puede llegar a ser dejar de intentar controlarlo todo y, simplemente, dejarse llevar.