Salgo de la ducha después de una primera toma de contacto con el destino al que mi hermana y yo hemos decidido viajar esta semana: Ohrid, en Macedonia. Y ahora que el relax y la tranquilidad me invaden (no era así hace unas horas cuando, juntas, echábamos mano de recuerdos para compartir lo que se echan de menos ciertas cosas cuando estás lejos de ellas) pienso en que hace solo una semana estaba de vuelta en Madrid, esa ciudad de la que me fui hace casi 11 meses por sentir que me faltaba el aire. Pero siete días atrás, mi sentir fue totalmente distinto al de entonces. Y la razón es simple: también yo soy una persona distinta.
Cuando, después de un tiempo, vuelves a un sitio en el que has estado gran parte de tu vida y las calles te saben a recién pisadas, la gente de siempre a savia nueva y ESA persona a primeros momentos, te das cuenta de que ese es el lugar al que, de una forma o de otra y por muy lejos que te vayas, siempre querrás regresar. Pero para darte cuenta de eso tienes que ser capaz de irte para poder volver, de aprender a entenderte para hacerlo también con los demás o de perder a alguien para valorarlo realmente y darle el lugar que se merece.
Será en ese momento cuando podrás dejar de pensar para sentir, de hablar para escuchar, de contestar para reflexionar, de preguntar para mirar a los ojos, de esperar para confiar. Y verás que no hay nada más bello que sentir que las piezas del rompecabezas van encajando. Las piezas de tu rompecabezas, ese que tantas noches te ha tenido en vela y ese del que has querido huir sin mirar atrás, hasta que lo has visto con perspectiva.
Por eso me gusta tanto viajar, conocer gente nueva, descubrir otros lugares, probar distintos sabores y, por qué no, llevarme nuevas decepciones. Porque eso me ayuda a poner en orden mi mundo siempre desordenado. Y no es que huya, como me han dicho muchas veces y yo también he llegado a pensar, es que es algo que necesito en mi vida, algo que todos necesitamos en la vida: saber perdernos para poder encontrarnos.
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